En este texto me abocaré al análisis de los campos que emergen como nuevas realidades a los que la gestión cultural debe ofrecer opciones, para involucrarse y comprometerse en clave de desarrollo, cohesión social y la creación de nuevos vínculos humanos y comunitarios.
Contenido
El ejercicio de la gestión cultural
En especial me interesa abordar el tipo de formación de los nuevos gestores culturales en Latinoamérica, que corresponde al ejercicio de dos de los derechos culturales fundamentales establecidos por el Grupo de Friburgo y avalado por la UNESCO en 2007 y que textualmente se enuncian de la siguiente forma:
En el artículo 6 referente a la Educación y Formación dice que, “En el marco general del derecho a la educación, toda persona, individual o colectivamente, tiene derecho, a lo largo de su existencia, a una educación y a una formación que, respondiendo a las necesidades educativas fundamentales, contribuye a un libre y pleno desarrollo de su identidad cultural, en el respeto de los derechos de otro y de la diversidad cultural…” Y en el 7 que se refiere a la Información y Comunicación, dice que: toda persona, individual o colectivamente, tiene derecho a recibir una información que contribuya al desarrollo libre y completo de su identidad cultural en el respeto de los derechos del otro y de la diversidad cultural.”
En Medellín, Colombia, recientemente se presentó el Plan de Desarrollo Cultural 2011-2020 donde participamos como asesores de la Alcaldía para su elaboración; ahí se define la función primordial del gestor cultural como la del mediador de las demandas culturales ciudadanas, de las posibilidades económicas, sociales, políticas y ambientales, y como dinamizador de las políticas culturales que se refieren a su contexto territorial para ser capaz de asumir responsabilidades de acuerdo con lo que la política propone… Para más tarde afirmar que “el gestor cultural debe proporcionar elementos que amplíen la capacidad de los ciudadanos para acrecentar su acervo cultural de modo que puedan orientar el desarrollo de los proyectos que comprometen la calidad de la vida de la población.
De modo que si ya tenemos una claridad conceptual del papel que el gestor cultural debe desempeñar en el desarrollo cultural de sus comunidades, ya podemos acercarnos al tipo de formación que se requiere para que el perfil de los profesionales de la cultura sea adecuado a las demandas y necesidades a nivel territorial.
Gestores y comunidad
Si el gestor cultural se construye con la comunidad donde sirve como mediador de los ciudadanos a través de la gestión de proyectos, ya aparece la triada indisoluble para que la gestión sea una posibilidad real, consecuente, viable y transformadora: Gestor y Comunidad articulados mediante el Proyecto, de modo que no hay promotor sin comunidad ni proyecto, ni comunidad sin proyecto, ni proyecto sin gestor.
La comunidad entendida no como un conjunto de personas que cohabitan un territorio, sino como un proceso dinámico donde varias personas asumen el compromiso voluntario de transformar su realidad por otra mejor. El proyecto entendido no como un documento, sino como un proceso de interacción entre gestor y comunidad, donde ambos se educan y transforman mediante la praxis colectiva que modifica conductas y realidades.
El eje metodológico fundamental que orienta este tipo de praxis es el diálogo como ejercicio permanente de escuchar, de romper silencios y esquemas de dominación y subordinación. Donde los involucrados en el cambio aspiran a ejercer su libertad cultural individual y colectiva; el proyecto como resultado de aspiraciones y sueños dialogados, como discusión respetuosa para leer la realidad y proponer nuevos escenarios, como proceso de ordenamiento de estrategias, fases y acciones secuenciales o simultáneas donde la experiencia colectiva de éxitos y fracasos sirve como posibilidad de crecimiento permanente.
Cada promotor define y construye su “comunidad” a partir de variados criterios: asignación y vocación institucional, intereses personales, definiciones estratégicas o la naturaleza propia de cada iniciativa.
El promotor cultural “propicia la creación de comunidad” cuando se impulsan procesos que consolidan la capacidad para optar, decidir y comprometerse de los miembros que la integran, cuando generan elementos metodológicos y logísticos para realizar sus proyectos, cuando forman especialistas comunitarios que favorecen la autogestión, cuando gestionan mejores condiciones políticas, financieras y técnicas para la viabilidad de dichos proyectos; cuando desde lo cultural, promotor y comunidad construyen “ciudadanía” para la democracia cultural.
Comunidades territoriales, universitarias, artísticas, extraterritoriales (virtuales), periodísticas, sectoriales, políticas, educativas, sociales, deportivas, culturales, por afinidad de edad, de preferencia sexual, de intereses profesionales, de personas con discapacidad; comunidades étnicas, migrantes o de cualquier índole, vinculados por la cultura, el interés de participar en la reafirmación de sus sellos particulares, de la diversidad como opción de mejores mundos habitables y la expresión de más formas de pronunciar y crear realidades más dignas y humanas.
Las redes de comunicación que la sociedad civil crea para intercambiar conocimientos, experiencias y compartir proyectos significativos, constituyen hoy por hoy, una manera creativa de utilizar las tecnologías y de hacer frente colectivamente a la dominación hegemónica descarnadamente deshumanizante que tanta incertidumbre en el futuro nos produce.
El perfil del gestor cultural al que aquí se propone busca lograr un equilibrio entre la teoría y la práctica a fin de ser congruente con la praxis entendida a la manera de Paulo Freire, como un proceso colectivo de reflexión-acción sobre el mundo para transformarlo; un perfil que no se limite a pensar la cultura sino que incida e intervenga en acciones concretas de cambio social; que tampoco se limite a una formación técnica sino que tenga un sentido profundamente humanista. Que cuente con un amplio repertorio de opciones metodológicas para la adecuada realización de proyectos, sólidamente fundamentados e inteligentemente construidos, para lograr el mayor impacto posible; que sustente su quehacer en la permanente reflexión teórica, actualizada y diversificada de los principales conceptos sobre los que gira la praxis cultural hoy en día.
Una praxis colectiva
Gestores culturales con el compromiso y la audacia de quien es capaz de renunciar a la convencional zona de confort donde muchos colegas se mueven, para aportar desde el mundo de lo cultural opciones para el desarrollo social: para hacer de la gestión cultural un constante proceso educativo de participación y decisión comunitaria sobre sus principales asuntos de interés colectivo, para la revaloración del medio ambiente como ámbito de preservación humana, para la configuración de procesos que fortalezcan las identidades que permita a la gente enorgullecerse de lo que es a fin de construir un futuro propio, diferente y acorde a la memoria que cada pueblo resguarda, resignifica y pone en juego para tener una conciencia de pasado, de continuidad y trascendencia fundamentales para la noción de arraigo, territorialidad y sentido de vida.
La gestión cultural para la creación de empleos, la formación de públicos para el quehacer cultural, el impulso a la generación de nuevos lenguajes que den cuenta de la diversidad cultural y las formas emergentes de expresión que requieren de espacios y canales de comunicación, así como la preservación de aquéllos lenguajes ancestrales a través de los cuales la humanidad ha creado mundos, sueños y metáforas desde hace milenios y por los cuales seguimos siendo cuanto hemos sido, dando continuidad y actualidad al mismo ser humano en el contexto en el que se desenvuelva.
Por ello, la gestión cultural puede ser entendida como una praxis colectiva y permanente para la construcción de las condiciones adecuadas, que permitan a los miembros de una comunidad expresar su diversidad sobre un tejido social sólido, cálido, abierto, flexible, emotivo, consistente, respetuoso y humanamente digno, donde las diferencias y los conflictos, se resuelven a través del diálogo.
Apostarle a la gestión cultural como opción para la reconstitución del tejido social, supone poner en la mesa donde se discuten los grandes temas nacionales a la cultura como posibilidad de incidir a través de:
- El fortalecimiento de las identidades.
- La recuperación de la memoria.
- El estímulo de la creatividad.
- La creación de empleos.
- La actualización y diversificación de los lenguajes.
- La visibilización de la diversidad social.
Que la cultura ya no sea la “Cenicienta” o “la cereza del pastel” mendigando la atención por lo menos para la página de “Sociales” en los diarios, o recursos financieros que sobren en los presupuestos gubernamentales o privados, sino que la cultura se entienda y viva como posibilidad de nuevos futuros, como la construcción de ciudadanía, como opción de desarrollo y como vía para el diálogo y la resolución pacífica de conflictos en nuevos contextos de violencia. Tampoco esperemos que ahora se convierta por arte de magia en el “hada madrina”, capaz de resolver todos los problemas con su varita mágica holística y transdisciplinaria; pero sí debe reposicionarse en la agenda y las prioridades nacionales por méritos propios.
El nuevo reto en materia de políticas culturales, de acuerdo al Informe 2010 sobre diversidad cultural de la UNESCO, es el impulso de los diálogos interculturales: la puesta en marcha de proyectos donde los diferentes dialogan para crecer con el otro que, precisamente gracias a la diferencia, nutre, refresca e innova con uno mismo. El ejercicio de crear puentes de vinculación y diálogo entre creadores y públicos; entre creadores de distintos géneros artísticos, razas, corrientes, edades; entre ciudadanos; entre comunidades; entre creadores, públicos e instituciones.
La formación de gestores culturales que ahora se requiere supone el manejo teórico-conceptual que enmarca a la práctica de las políticas culturales: identidades, memoria, lenguajes artísticos, idiomas indígenas, campos culturales, globalización, atención a sectores diferenciados, legislación cultural, creación de empresas creativas y fomento de las industrias culturales, cibercultura, patrimonio cultural, turismo, ecología, las culturas étnicas y populares, religión, migración, tendencias actuales de los consumos culturales, violencia urbana y fragmentación comunitaria. De igual importancia es la adquisición de metodologías básicas para la planeación estratégica, los diagnósticos, la elaboración de proyectos, de métodos de evaluación; la procuración de fondos, organización de eventos, talleres o festivales y mercadotecnia cultural; así como metodologías para la gestión de calidad, la formación de públicos, la adecuada utilización de técnicas y dinámicas de animación sociocultural, la difusión o el periodismo cultural.
Una gestión cultural cuya principal vocación sea aspirar a una mayor humanización derivada de una cultura vivida como práctica de la libertad; nunca más una gestión asistencialista sustentada en la imposición de códigos y valores, contenidos ajenos o “rescates” forzados de tradiciones con una “autenticidad” más cargada de racismo folclórico que de una pureza real; una gestión plena de respeto al otro, sin actitudes colonizadoras y con la conciencia de que en la diferencia y la diversidad siempre habrá mayor riqueza que en la uniformidad y la homogeneización. Porque las culturas configuradas en el asistencialismo, el paternalismo y la verticalidad autoritaria generan individuos y colectividades dependientes, pasivos y sin capacidad de transformar ni modificar su entorno.
La conciencia de que sólo con el otro es posible cambiar a todos, es una de las claves para reorientar la gestión cultural hacia un ejercicio pedagógico, donde los gestores parten del nivel del sujeto comunitario; buena o mala, limitada y a veces muy ajena a lo deseado por el gestor, es la realidad social (y no lo que el gestor quisiera) desde donde hay que partir. Dialogando sobre el silencio, en su caso, y la propia incapacidad de pronunciar opciones de vida para problematizar esa realidad y no con silencio es como se revoluciona el pensamiento y se desarrolla la praxis transformadora.
Es decir, gestionar la cultura de manera integral, eficiente, participativa y democrática, para dar respuesta a la compleja realidad de nuestros pueblos en estos “tiempos del cólera”, supone la formación de especialistas de alto nivel, capaces de diagnosticar adecuadamente nuevas realidades, de articular la definición de políticas culturales con proyectos de desarrollo cultural en los que quede clara la capacidad de transformación que la cultura tiene, cuando una comunidad determinada se vincula con ella de manera inteligente y estratégica; especialistas sensibles, flexibles, sistemáticos, consistentes, dialógicos, respetuosos, con vocación de servicio e identificados con las causas más justas de la humanidad; inquebrantablemente honestos, con una ética profesional que otorgue solvencia y credibilidad a sus proyectos y capaces de generar vínculos y redes de conocimiento para la transformación social.
El papel de los gestores en esta tarea es de la mayor trascendencia, porque a través de ellos se concreta el servicio comunitario de las instituciones, organizaciones sociales y asociaciones culturales. Nos encontramos ante una oportunidad histórica de transitar hacia la democracia, y la gestión cultural tiene mucho que aportar, pues por ella pasa también la posibilidad de fomentar una cultura política, en la que los ciudadanos aprendan a tomar más y mejores decisiones en todos aquellos aspectos de la vida que los involucren como sujetos hacedores de historia.
En este esfuerzo de formación hay que involucrar a todos aquellos que hacen de la gestión cultural una forma de trabajo y servicio a la comunidad: promotores culturales comunitarios, voluntarios, gestores en formación, maestros e instructores, funcionarios públicos o de instituciones privadas o universitarias, técnicos, animadores socioculturales, consejeros ciudadanos y un sinnúmero de actores que aportan cotidianamente al desarrollo cultural y que, en los procesos formativos, potencian su capacidad generadora.
En cuanto a la formación artística y cultural, el plan decenal para el desarrollo cultural de Medellín establece que, ha de permitir, además, el encuentro entre saberes producidos académica y socialmente, y entre generaciones, de manera que se potencien los saberes de los mayores en diálogo con los jóvenes y se reivindique el conocimiento tradicional acumulado en la ciudad, como una importante esfera de la memoria, en diálogo con la creación. Es decir, la interculturalidad como construcción colectiva entre diferentes que, en condiciones de equidad y guiados por el respeto, dialogan para innovarse y afianzar sus raíces en el encuentro y el intercambio abierto.
En este proceso, el diálogo entre tradición y modernidad que no se contraponen, sino que se articulan como dimensiones distintas que aportan a la creatividad y a la continuidad; es por ello que afirmamos que la modernidad sin tradición es tan vacía como la tradición sin innovación. Toda tradición de hoy fue la innovación creativa de alguien en un contexto propicio para la apropiación colectiva y la continuidad. Incorporar las nuevas tecnologías y lenguajes artísticos emergentes para que dialoguen con tradiciones ancestrales, abrir los espacios a la diversidad de expresiones sin prejuicios ni guiados por gustos preestablecidos permite el enriquecimiento de todos y la legitimación institucional en el ejercicio democrático de la política cultural.
Finalmente, las aspiraciones que establece cualquier instrumento para la conducción democrática de las políticas culturales, llámese Plan, Programa o Proyecto de desarrollo cultural a nivel federal, estatal, municipal, universitario o de cualquier orden o nivel, requieren inequívocamente de la participación de gestores culturales comprometidos, claros, en proceso de formación permanente para convertirse en protagonistas que permitan la ejecución y articulación de los lineamientos nodales para una política cultural moderna: la construcción de ciudadanía democrática, la interculturalidad, la recuperación y preservación del patrimonio y las memorias, la educación ciudadana, la educación artística, el desarrollo tecnológico y comunicacional y el fortalecimiento de la institucionalidad que, en un proceso democrático, a todos conviene y permite incidir en la construcción de futuros con una mayor calidad de vida y un sentido más humano del desarrollo y de la vida.
Autogestión cultural
Para la mejor comprensión del concepto de autogestión cultural que se presenta, se recurre a la propuesta teórica de Bonfil Batalla con respecto al control cultural, entendido como la capacidad social de decisión sobre los recursos culturales, es decir, sobre todo aquéllos componentes de una cultura que deben ponerse en juego para identificar las necesidades, los problemas y las aspiraciones de la propia sociedad e intentar satisfacerlas, resolverlas y cumplirlas.
Es pertinente subrayar que el control cultural, en tanto fenómeno social, es un proceso y no una situación estática; aunque para fines de descripción inicial se puede analizar como un momento de la historia.
Con el uso de la noción de control cultural se pueden distinguir, inicialmente, cuatro sectores dentro del conjunto total de una cultura, como se esquematiza en el siguiente cuadro:
Para mayor precisión conviene aclarar el sentido que se da aquí a algunos de los términos empleados en el esquema:
Recursos son todos los elementos de una cultura que resulta necesario poner en juego para formular y realizar un propósito social. Sin ánimo de hacer una clasificación definitiva, pueden identificarse al menos cuatro grandes grupos de recursos:
a. Materiales, que incluyen los naturales y transformados;
b. de organización, como capacidad para lograr la participación social;
c. intelectuales, que son los conocimientos -formalizados o no- y las experiencias;
d. simbólicos y emotivos: la subjetividad como recurso indispensable.
Decisión se entiende como autonomía, es decir, como la capacidad libre de un grupo social para optar entre diversas alternativas. Por supuesto, es necesario relativizar el concepto de libertad, que no debe entenderse en términos absolutos.
Toda comunidad, en tanta formación histórica-social, tiene una cultura que ha heredado de sus antepasados como una necesidad de contar con una identidad que la cohesione, les brinde sentimiento de pertenencia a sus miembros y le otorgue una personalidad, al tiempo que la diferencie de las otras otorgándole una originalidad particular.
Dicha identidad se relativiza, recrea y renueva (se actualiza) en las prácticas sociales concretas en las que se enfrenta, por los procesos de interacción con otras comunidades, a la posibilidad de distinguir lo propio de lo ajeno.
Es decir, existe una participación en la vida cultural que podemos denominar espontánea y que tiene como base la cotidianeidad, en la cual los miembros de una comunidad producen sus conocimientos, crean socialmente las reglas de sus sistemas de vivir, de saber, que significan mítica e ideológicamente a su mundo, creando las pautas productivas y expresivas de sus identidades.
La interacción con otras comunidades es un hecho histórico irreversible, al que se enfrentan la mayoría de las culturas del mundo; pero dicha interacción no se da siempre entre iguales.
Ya se señalaron algunas implicaciones del desarrollo del capitalismo, como penetración de la cultura hegemónica al interior de las culturas populares y algunas consecuencias de cierto tipo políticas culturales y de las concepciones «bancarias» de la promoción en las comunidades.
Lo que aquí nos interesa, es apuntar las principales consecuencias de dichos impactos en las comunidades que han desarrollado determinado tipo de cultura popular: la incompatibilidad entre las lógicas de interpretación de la realidad entre los agentes foráneos (gubernamentales, privados, no institucionales -cuando parten de concepciones «bancarias-«) y la de los miembros de la comunidad (a quien se destina la acción cultural) que ha desembocado en la autodesvaloración, el desconocimiento, la pérdida o la indiferencia de la comunidad con respecto a su propia riqueza y potencial cultural.
Petrich señala que la identidad forjada al interior del grupo, está influida por lo que el otro le reconoce como cierto, y que cuando ese otro juega un papel dominante, la identidad del grupo se ve mermada e influida, incluso sometida a lo que el otro piensa de él, dándose el caso en que los que los dominados niegan sus propias marcas de identidad e intentan parecerse más al dominante, con lo que se abren espacios de ajuste, y en casos extremos de asimilación.
Así pueden observarse a grupos culturales, como algunos indígenas, que cuando se enfrentan a los dominadores intentan borrar sus marcas de identidad, mientras que ese mismo grupo, frente a otro grupo cultural semejante, reivindica esas mismas marcas como sellos de identidad.
La capacidad comunitaria de enfrentar al agresivo avance de los medios de comunicación masiva y a las acciones redentoras y etnocentristas de los promotores «bancarios», se ve diezmada paulatinamente provocando el desplazamiento, la devaluación, sustitución e incluso el rechazo de sus propios procesos de identidad cultural (la llamada «identidad negativa»).
La lógica de dominación que contra las comunidades se instituye, requiere del debilitamiento de los principales mecanismos de cohesión social: identidad, parentesco, solidaridad, rituales, lengua, organización. Contra ellos, se impulsa desde las esferas del poder, la estandarización, el individualismo, el consumismo, la desarticulación social y la pasividad.
Esta desigual batalla en la búsqueda de la hegemonía cultural, pone en serios peligros a la existencia misma de diversas manifestaciones de las culturas populares (de hecho han desaparecido culturas populares completas, como pueblos indígenas de reciente extinción). Y cada derrota de las culturas populares frente al proyecto hegemónico, impulsado fundamentalmente desde el exterior, implica derrotas y retrocesos del conjunto de las clases subalternas, y en general, de la cultural nacional, en términos de la riqueza pluricultural que la configura.
Por lo anterior, es preciso impulsar un conjunto de acciones que favorezcan la creación de condiciones adecuadas, para que las comunidades participen críticamente en el diseño y ejecución de proyectos culturales, que incorporen aquéllos elementos de la cultura propia que permitan ampliar la capacidad comunitaria de decisión sobre sus recursos culturales y, de esta manera, ampliar su control y comprensión con respecto a sus otras esferas del desarrollo (económica, política y social).
Dicho impulso, implica la sistematización de experiencias intencionadas, que por un lado dinamicen las experiencias culturales que hemos denominado como «espontáneas», que sean significativas para la vida comunitaria y que se hallen en peligro de ser deterioradas; por otro lado, la intencionalidad de ciertas acciones, puede avocarse a la búsqueda de proyectos que enriquezcan la producción y consumo cultural comunitario, mediante el intercambio con otras comunidades y la realización de acciones que desarrollen las potencialidades no detectadas espontáneamente y que sólo un trabajo de investigación participativa puede determinar.
Acciones de reproducción o de transformación
A las acciones fundadas en concepciones bancarias, deben oponerse un conjunto de acciones sustentadas en una «praxis cultural comunitaria», entendida, a la manera de Freire, como el proceso de reflexión-acción de los hombres sobre el mundo para transformarlo.
Ambas acciones son de tipo intencionado; la primera reproduce las condiciones de dominación cultural, la segunda tiende a transformarlas.
La primera impone modelos que responden a intereses externos a la comunidad, la segunda se construye cotidianamente a partir de las condiciones específicas y a las necesidades particulares de cada comunidad. La primera busca homogeneizar culturalmente bajo las pautas del «progreso» impulsado bajo los requerimientos de acumulación de poder de los grupos hegemónicos; la segunda, reconoce la heterogeneidad cultural como una riqueza que tenemos a partir de la multiplicidad de lógicas de interpretación de la realidad que coexisten en un espacio común, en los términos de la cual los llamados productos culturales son interpretados en formas varias y en ocasiones contradictorias dentro de una misma sociedad.
La promoción «bancaria», que centra sus objetivos al consumo pasivo de contenidos culturales foráneos, a la descontextualización de la cultura propia de los pueblos y a su desvinculación con las realidades concretas en las que incide, se opone la promoción cultural liberadora, que apunta más a la creatividad y la participación colectiva fundada en los modos de vida de la comunidad, vinculando este quehacer al desarrollo mismo de la sociedad en su conjunto, insistiendo en las capacidades y potencialidades de cada cultura para la construcción de su futuro; sin aislarse mediante el diálogo respetuoso entre diversas formas culturales y el derecho de cada comunidad para elegir autónomamente elementos culturales y apropiarse de aquéllos que no produce, refuncionalizándolos en sus propios términos.
La promoción «bancaria», que restringe al equipo promotor las tareas de programación, evaluación y seguimiento, elaboradas bajo su concepción externa a la comunidad y bajo pautas culturales elitistas, contrapuesta a la promoción liberadora en la que la población comparte los objetivos y participa en el diseño, operación y evaluación de los proyectos y donde el equipo promotor vive un proceso de permanente reeducación en el que paulatinamente va destruyendo la parte de dominantes que tienen interiorizada, cuando su origen es externo a la comunidad.
Finalmente, la oposición entre la promoción «bancaria», que penetra (a veces inconsciente y de «buena voluntad»), para bloquear procesos de participación y autogestión, y la promoción liberadora, que cuestiona los modelos de desarrollo occidentales adoptados acríticamente, construyendo mecanismos de resistencia cultural para reivindicar su derecho al espacio-territorio, a su palabra, a su organización, a sus conocimientos, a sus creencias y a su participación efectiva en la construcción de su propio modelo de desarrollo.
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